O «Todo lo sólido se desvanece en el aire», mas lo líquido también.

Hace algunos meses tuve la ocasión de documentar 3 pueblos emplazados en el estado mexicano de San Luis Potosí (Real de Catorce, Cerro de San Pedro y Armadillo de los Infante). Ya antes de arribar, sabía que a 180 km. de allí, en un lugar llamado San Miguel de Allende (estado de Guanajuato) había terminado sus días el poeta beatnik Neal Cassady. Me propuse, entonces, seguir sus huellas en esta zona centro de México habitada e invadida por muchos gringos pensionados de buena situación. Arribando a esta hermosa ciudad, declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco, para nada me interesaron las numerosas tienditas, galerías y restaurantes para turistas fresas, y la siempre variopinta y extraordinaria artesanía mexicana. En su centro histórico hice unas pocas fotografías de callejuelas adoquinadas en medio de una arquitectura colonial de cantera rosa, y también de dos lugareños que se encontraban sentados platicando al costado de un templo, y cuya única pretensión era cobrarme en dólares por unas imágenes.

Inmortalizado como el personaje de Dean Moriarty por su compañero de rutas Jack Kerouac en su libro En el camino, Cassady constituía para mí un verdadero enigma y atracción por su delirante y rocambolesca forma de vivir, pero ante todo, por su existencia errante y su estirpe de perdedor. Había llegado a San Miguel de Allende a inicios de 1960 invitado por Gregory Corso (otro miembro de la escena literaria beat), y era el prototipo del escritor vagabundo, hedonista, iconoclasta y mujeriego, tal como queda fielmente reflejado en este libro de culto de la beat generation. Escrito con un estilo desenfadado, sus páginas nos narran las aventuras principales vividas por Sal Paradise y Dean Moriarty (en la vida real: Kerouac y Neal Cassady, respectivamente) en una desaforada travesía que lleva a sus protagonistas por diferentes estados de Norteamérica, incluyendo México, y que nos evoca la música de jazz salida de oscuros bares clandestinos y luces de neón que alumbran sórdidos moteles de mala muerte. En suma, un viaje frenético por diversas carreteras, interrumpido por el auto stop, el desenfreno, las juergas de alcohol y marihuana, todo ello como el mítico telón de fondo de la búsqueda vitalista de una generación refractaria a todos los convencionalismos sociales, y que fuera la antesala de los hippies.
Inspirador de muchos de sus compañeros de letras, Cassady, más que un escritor, era una especie de demiurgo, mezcla de Jean Genet y de Paul Newman. Del escritor francés, por el abandono sufrido en su niñez, la internación en reformatorios y un pasado delictual, y del mítico actor norteamericano, porque “se movía y hablaba como él” en el papel de Eddie el Rápido en el film El Buscavidas, tal como recuerda Ferlinghetti en el Prólogo de El Primer Tercio, una de las escasas obras de Cassady que constituye su autobiografía inconclusa. Quizás, despojándolo de ese halo con el que el esnobismo literario tiende a recubrir a sus personajes, Neal Cassady no era más que un “fanfarrón”, como deja entrever el mismo Ferlinghetti al concluir el mentado prólogo.

Cansado ya de la fauna turística, y obsesionado con el propósito que me había conducido a San Miguel, le pedí a un taxista que me llevara a la antigua estación de trenes situada en la periferia, y en donde barruntaba que podría encontrar algún rastro del poeta beat. Para mi asombro, esta estación (que data de 1888), había sido remodelada como lugar de exposiciones después de un largo período de abandono en que fue refugio de homeless. Escudriñé en medio de vagones derruidos, caminé sobre añosos durmientes por más de un kilómetro, indagué en antiguas casas colindantes de algunos lugareños que habían sido ferroviarios (donde la familia Cabrera Villafuerte, y otras), pero ni los más ancianos sabían quién era Neal Cassady, y menos aún algunos de sus hijos o nietos que ya ocupaban las moradas de sus deudos. Ningún monolito, ninguna inscripción que diera señales que este poeta errabundo -un día de febrero de 1968- había acabado tendido en un tramo de la vía férrea como resultado de una sobredosis de alcohol y barbitúricos a sus 41 años. Desalentado, regresé al centro histórico de San Miguel y pregunté al inquilino de una de las antiguas cantinas, pero sin mejores resultados. Pasada la medianoche, abandoné resignado esta ciudad de retorno a San Luis Potosí.
“TODO LO SÓLIDO SE DESVANECE EN EL AIRE”, MAS LO LÍQUIDO TAMBIÉN.
De niño y de joven admiraba a los escritores y artistas, y a todos aquellos que lograban trascender la mediocridad y creaban algo superior con su intelecto o con sus propias manos. Me parecía que eran seres impolutos, un dechado de virtud a toda prueba, y poco menos que celestiales, a la manera de los ángeles caídos de Wenders en un entorno alienante y opresivo. Con el paso de los años fui comprendiendo que en el mundo de la llamada “Cultura”, y en particular el de las letras (y lo hago extensivo también a la fotografía), es generalmente una sentina que adolece de las mismas vilezas e imposturas que el prosaico mundo de los negocios, con el agravante que se encubre con toda clase de eufemismos. Al final pude comprender que en esta vida cada quien trata de vendernos algo, cualquiera sea el producto. Con razón decía Antonin Artaud, para quien el arte debía tener “un deber social”, que “toda la gente de letras es cochina, y especialmente en este momento” (El Pesanervios).
Si hace siete u ocho décadas los hombres de cultura aún abrevaban sus pensamientos en sistemas filosóficos que estaban en boga (existencialismo, personalismo, neoescolasticismo, marxismo, cristianismo, etc.), y los artistas y escritores giraban en torno a movimientos artísticos que pretendían, si no transformar, al menos incidir directamente en la sociedad en que vivían (expresionismo, dadaísmo, surrealismo, el mismo movimiento beatnik, etc.), hoy el individualismo ha permeado todas las esferas de la cultura, y sus resultados, por lo general, no son más que mercancía que deviene finalmente en espectáculo carente de densidad. Ya lo adelantó hace más de medio siglo el situacionista francés Guy Debord, al afirmar: “El movimiento de banalización que, bajo las multicolores diversiones del espectáculo, domina mundialmente a la sociedad moderna, la domina también bajo cada uno de los puntos en donde el consumo desarrollado de mercancías ha multiplicado aparentemente los roles y los objetos a escoger”(La sociedad del espectáculo).
Y ni qué decir de ese estercolero en que se desenvuelve el mundillo de los editores. Recuerdo que en una editorial que me recomendaron para publicar mi primer libro de fotografías, la gerente judío-argentina, interpelándola frente a sus marranadas al momento de concluir mi contrato, afirmaba con almibarada ternura que a ellos les interesaba sobremanera “el fomento de la cultura por sobre el lucro y los negocios”, aunque varias fueron las noticias previas que me informaron de una de sus habituales trapacerías, cual era birlarle el 10% que les correspondía por ley a cada uno de los autores que se autofinanciaban (ya sea con recursos propios o institucionales); práctica ruin de la que yo mismo estuve a punto de ser su víctima.
Hace ya tres años, comencé a ejercer como director de arte y cuidado de edición de una pequeña editorial independiente cuyo propósito es hacer de cada libro un objeto de arte en sí mismo. Ello me ha puesto en contacto con algunos autores que desean publicar (afortunadamente de manera tangencial, porque lo que me atañe, de manera directa, es la estética del libro y su fotografía). En una época de tanta autocomplacencia, todo el mundo quisiera decir algo sobre su vida y, en la mayoría de los casos, el desiderátum por ver el nombre propio en letras de molde supera con creces la capacidad para decirlo o ponerlo en palabras, sin considerar si tiene la calidad y la validez para tal fin. Tal como reza el refrán: muchos son los llamados, pero muy pocos los elegidos.
Me asombra también comprobar cómo la vanidad y el individualismo han escalado en nuestras sociedades modernas en proporciones nunca antes vistas. Pero esto no siempre ha sido así. Antaño, por ejemplo, las grandes catedrales eran construidas de manera colectiva, y los hombres ni siquiera imaginaban ver su nombre inscrito en el mármol, pues sólo eran espectadores de una realidad heterónoma que los trascendía. El proceso de individuación y la noción misma de individuo, tiene sus raíces en el umbral de la era moderna (siglo XVII), en que el hombre, rompiendo la vinculación con lo trascendente y lo Absoluto que predominaba en la Edad Media, hace de sí mismo el centro de su preocupación. Ya en plena expansión de la modernidad, pareciera que el individuo asumiendo la conciencia de su fugacidad y pequeñez en un mundo impersonal y hostil, compensara ese sentimiento con sus ansias compulsivas de sentirse alguien y de “aparecer” en primera fila ante el destello evanescente de lo actual. La expansión de las redes sociales, la explosión de las selfies y la exaltación de la privacidad, fomentan lo que se ha llamado “identidades líquidas” en las sociedades contemporáneas, y estas son tan sólo algunas manifestaciones o la punta del iceberg de un proceso mucho más complejo que apunta al resquebrajamiento de todas las certidumbres y estructuras. De esto nos dan cuenta exhaustivamente varios autores contemporáneos, entre ellos el ensayista Umberto Eco, quien, basándose en los conceptos de “sociedad líquida” y “vida líquida” del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en su libro póstumo de crónicas nos dice: “Con la crisis del concepto de comunidad surge un individualismo desenfrenado, en el que nadie es ya compañero de camino de nadie, sino antagonista del que hay que guardarse. Este ‘subjetivismo’ ha minado las bases de la modernidad, la ha vuelto frágil y eso da lugar a una situación en la que, al no haber puntos de referencia, todo se disuelve en una especie de liquidez”(De la estupidez a la locura: Crónicas para el futuro que nos espera).
Según datos recientes de la UNESCO, hoy en día se publican más de 2,2 millones de libros anuales en el mundo, y sólo una minúscula parcela de ellos logrará la tan anhelada trascendencia a la que este ejército inconmensurable de escritores y escritorzuelos aspira. A su alrededor se mueve también todo una cohorte de especímenes que profitan venalmente o se benefician de la llamada “Cultura” (editores, curadores, correctores de estilo, inútiles asesores de proyectos, gestores y activistas literarios en programas de faramalla magazinesca, y otros personajes afines). Todos ellos se me asemejan a esos insectos que, en su lucha por la supervivencia, se alimentan de los rastrojos que van dejando a su paso otros animales de mayor envergadura. No me opondría a su existencia, si su labor conllevara un sentido profundo y creativo de transformación valórica, cognoscitiva o espiritual, sólo que siempre, mayoritariamente, predomina el mismo objetivo, que es vendernos un producto sin substancia recubierto en el celofán de los “bienes culturales», alimentando así sólo la trivialidad cuantitativa y la hojarasca cultural. Hay muchos de estos especímenes que, cultivando la vanidad y el vedetismo, ejercen su quehacer como un vano entretenimiento infralúdico (al modo en que lo hacían con sus mamarrachadas los surrealistas más elementales y mediáticos), o como pretexto para “vincularse a personalidades interesantes”, según el mainstream imperante de la banalización. Y otra vez viene en nuestro auxilio Guy Debord para dilucidarnos su espuria función: “El agente del espectáculo puesto en escena como vedette es lo contrario del individuo, el enemigo del individuo tanto para sí mismo como evidentemente para los otros. Pasando en el espectáculo como modelo de identificación, éste ha renunciado a toda cualidad autónoma con el fin de identificarse él mismo a la ley general de la obediencia al curso de las cosas” (La sociedad del espectáculo).
Como ejemplo de la fatua vanagloria predominante, hace algunos meses una pintora becaria de una residencia artística compartida, publicó un libro con lo que presumo era una parte o el total de su obra, y me envió la portada del mismo. Mi respuesta fue: “se ve interesante tu libro”. A lo que ella respondió con un dejo de arrogancia: “pues sí que es interesante”. Ignoro si su publicación lo era o no, el hecho es que publicar un libro, si bien tiene la connotación de “interesante” para su propio autor (pues si no fuera así, no lo publicaría), no necesariamente lo hace digno de interés para todos. ¿Cuántos miles de millones personas hay que ni siquiera se interesan en leer una sola página?
En mi vinculación con el trabajo editorial, me he topado con variados escritores y requerimientos disímiles, desde aquellos más sensatos que depositan toda su confianza en la mirada estética del editor (y/o diseñador), hasta solicitudes funambulescas, como aumentar en portada el tamaño de fuente usada para el nombre propio del autor en desmedro del formato del logo editorial. O bien, otro caso, en que el autor pedía que la reseña de la contraportada de su libro debía ser realizada indefectiblemente por un escritor connotado, como si por ósmosis esto hiciera medrar el valor de una obra (práctica muy extendida entre muchos fotógrafos de segunda, que esperan que en sus publicaciones un texto verbalice lo que no dice su fotografía). Goya, que sí era un artista de los grandes y daba pruebas irrefutables de su humildad, con más de 80 años decía: “aun aprendo”. Pero tal parece que el egotismo y la orientación narcisista de algunos autores puede sobrepasar cualquier límite, y si llegan a prestar atención a una indicación, es simplemente como una forma de sentir multiplicado el eco de sí mismos.
Marx, en El Manifiesto Comunista, había sentenciado que “todo lo sólido se desvanece en el aire” y, a renglón seguido, agregaba: “todo lo sagrado se profana”. Tomando esta misma frase para su libro homónimo, el filósofo estadounidense Marshall Berman analiza esta frase de Marx que resulta ser, en mi opinión, la mejor caracterización de La experiencia de la modernidad (y este es atingentemente el subtítulo de su obra). Para Berman, en esta vorágine de las sociedades modernas en que todo lo sólido se esfuma y humedifica en el aire, la vida del hombre se torna “líquida”, sin substancia y muchas veces disoluta, sometida a los vaivenes de un permanente cambio. Así, en este estado delicuescente de las cosas, el individuo, a cambio de las pobres monedas de lo actual y del confort, ha trocado la verdad por los aplausos, y el “ser” por el “aparecer”.
Convendría recordarles a tantos infatuados de sí mismos (neuróticos del éxito, los llamaba Pasolini), y a todos aquellos que se aferran insensatos al mágico sonido de su nombre y a la promesa deletérea de la posteridad, que después de su muerte -en menos de 6 lustros-, con suerte serán recordados por algún familiar cercano, y en 100 años nadie sabrá que existieron y sus obras en el olvido desaparecerán, porque “todo lo sólido se desvanece en el aire”, mas lo líquido también.

Ya concluyendo, me viene al recuerdo el triste final del poeta lárico chileno Rolando Cárdenas (que dicho sea de paso, era un hombre generoso), quien murió abandonado en la pobreza y en la indiferencia de muchos, como tantos otros que le seguirán, o como el mismo Neal Cassady evocado liminarmente en estas páginas, que aun perteneciendo a un movimiento contracultural relevante como fueron los beatniks, y habiendo alcanzado cierta celebridad por todo ese influjo que suscitó en su generación, nada ni nadie lo recordaba como pude constatar en San Miguel de Allende, en donde el poeta exhaló sus últimos suspiros tendido en el silencio y la penumbra, quizás mirando una estrella fugaz como el mismo lo fue.
Y precisamente desde el locus de lo sagrado -terreno preeminente de profanación por esta líquida modernidad-, resulta imperativo recordarnos que poner nuestra mirada sólo en las cosas visibles y perecederas de este mundo, es condenarnos a la pobreza espiritual, porque “Todo está hecho de polvo, y todo al polvo volverá”(Eclesiastés 3:20), como les ha ocurrido y les seguirá ocurriendo a las sucesivas generaciones hasta el final de los tiempos, y a todos cuantos se envanecen como víctimas ilusas de esta máscara efímera que somos, de este Olvido inexorable que seremos, bajo la indiferente luz del sol.
Rakar / Horcón, Chile, Día de Muertos de 2024.
La presente crónica fue publicada en Revista cultural PALABRA Nº37 (Periódico El Vigía, Ensenada, Baja California, México), el día 2 de diciembre de 2024.







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